lunes, 2 de mayo de 2011

Mensaje con motivo de la Pascua

EN CRISTO HEMOS RESUCITADO CON ALEGRÍA, CON EL PODER DEL ESPÍRITU SANTO QUE NOS HA DADO

Mons. Pedro Agustín Rivera Díaz
26-abril-2011

Queridos hermanos el pasado sábado 22 de abril hemos celebrado la Pascua del Señor y con ella la Resurrección de Cristo y nuestra propia resurrección.

La resurrección de Cristo es la fuente de nuestra alegría y nuestra resurrección es la apertura al Espíritu Santo para que Dios actúe en nosotros.

Al leer en el Evangelio y en Hechos de los apóstoles, lo que acontece en la vida de los apóstoles, podemos darnos cuenta que el entorno hostil hacia ellos no termina después de la Resurrección de Cristo, sino que incluso se incrementa y notamos como ellos, no solo se sobreponen a ese ambiente sino que lo transforman a través de la verdad, de la justicia y del amor. ¿Pero, de dónde les viene la fuerza para superar sus miedos y temores y no darse por vencidos? Del mismo Resucitado que les da al Espíritu Santo.

San Pedro, en su primera predicación pública, en medio del pueblo y de los soldados y, en medio de los “poderes” que había crucificado a Jesús, afirma valiente y alegremente que a Jesucristo Dios lo resucitó: “exaltado por la diestra de Dios, ha recibido del Padre al Espíritu Santo prometido y ha derramado lo que ahora ven y oyen” (Hech 2,33).

Lo nuevo en la vida de san Pedro y de los apóstoles es la presencia y la acción del Espíritu Santo, que Cristo ha derramado en ellos.

La resurrección de Cristo no modificó de manera positiva el ambiente hostil contra los cristianos, incluso se incrementó. Los que cambiaron fueron ellos, por el poder el Espíritu Santo en sus vidas. Ante las adversidades, ellos no se apocaron ni se dejaron vencer, su virtud se mostró y acrecentó en medio de la prueba, porque se llenaron y dejaron conducir por el Espíritu de Dios y vencieron el mal haciendo el bien, porque se experimentaron amados y acompañados por Cristo. A pesar del odio y la persecución en contra ellos, fueron luz en medio de las tinieblas, con la verdad del Evangelio y el escudo de la fe.

La alegría y la esperanza cristiana se sustentan en el Amor y la Resurrección de Cristo que son eternos y no en los acontecimientos de nuestro entorno, que son pasajeros.

Al igual que en los primeros cristianos, para el creyente de hoy, es decir nosotros, la Resurrección de Cristo significa purificar nuestra fe y no caer en el engaño de medir nuestra felicidad “por lo bien que nos va”, sino por la presencia de Cristo Resucitado en “nuestro hoy” y en todo momento de nuestra vida. Para lograr esto, contamos con la misma gracia que recibieron los apóstoles, es decir: contamos con el Espíritu Santo.

En nuestro país y en el mundo entero podemos ver muchos signos de persecución en contra de los cristianos y en especial de los católicos; podemos observar el dolor por desastres naturales y errores humanos, podemos constatar la perversión de la política puesta al servicio de unos cuantos partidos y no al bien común; podemos ver el incremento de problemas económicos en infinidad de hogares, el aumento de la desintegración familiar, la pérdida de niños y jóvenes por la indolencia, la drogadicción, el sexo vivido sin amor; podemos ver que la violencia que se institucionaliza en los secuestros y en los asesinatos masivos del narcotráfico; podemos ver el incremento de abortos y otras muchas acciones negativas, que son deprimentes y signos de la cultura de la muerte que se enseñorea donde el hombre aparta de su vida a Dios. Además de lo anterior, quizá, de manera personal, en nuestra propia vida podríamos encontrar nuestras propias sombras del pecado y motivos de desaliento por sentir que nos va mal o que somos rechazados, por enfermedades o achaques que aparecen con la edad o por problemas familiares de toda índole, etc.

Ciertamente, en medio de estas “obscuridades”, por, y con, la Resurrección de Cristo, nosotros como cristianos, estamos llamados a ser luz, compartiendo la luz que deslumbró a los guardias encargados de vigilar el sepulcro donde fue colocado el Cuerpo de Jesús. Luz que ha atravesado el tiempo y el espacio. Luz divina “que ha roto las tinieblas de la muerte y ha traído al mundo el esplendor de Dios, el esplendor de la Verdad y del Bien” (BENEDICTO XVI. 24-abr-2011). Jesucristo resucitado es la “Luz” que alegra nuestros corazones y nuestra vida personal, familiar y eclesial.

“La resurrección de Cristo no es fruto de una especulación, de una experiencia mística. Es un acontecimiento que sobrepasa ciertamente la historia, pero que sucede en un momento preciso de la historia dejando en ella una huella indeleble… Aquí, en nuestro mundo, el aleluya pascual contrasta todavía con los lamentos y el clamor que provienen de tantas situaciones dolorosas: miseria, hambre, enfermedades, guerras, violencia. Y, sin embargo, Cristo ha muerto y resucitado precisamente por esto. Ha muerto a causa de nuestros pecados de hoy, y ha resucitado también para redimir nuestra historia de hoy” (ibid.).

Queridos hermanos, les invito a que así como en la Cuaresma nos preparamos para resucitar con Cristo, durante la Pascua, de aquí hasta Pentecostés, día a día, les pidamos a Dios Padre y a Jesucristo que derramen al Espíritu Santo en nuestros corazones, para que ni caigamos en el desaliento ni nos dejemos vencer por el mal, sino que al contario, con la fuerza del amor de Dios, venzamos el mal haciendo el bien, llevando a todos la alegría de la Resurrección, porque ciertamente en Cristo hemos resucitado con alegría, con el poder del Espíritu Santo que nos ha dado.

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