Beatificación de la Madre María Inés Teresa del
Ssmo. Sacramento
Angelo Card. Amato, SDB
Eminencia, Señor Nuncio,
Excelencias, Autoridades religiosas, civiles y militares,
queridas Hermanas Misioneras
Clarisas del Santísimo Sacramento,
queridos fieles,
1. Es especialmente emocionante para mí celebrar la Eucaristía en este
lugar bendito, donde, en el lejano 1531, la Santa Virgen de Guadalupe ha
dejado sus huellas de paraíso, hablando a Juan Diego y haciendo florecer
milagrosamente las rosas de invierno. La aparición de María en la sacra colina
del Tepeyac fue para México y para la América
Latina un signo prodigioso de protección maternal. Y desde
aquel momento Nuestra Señora de Guadalupe no ha cesado de conceder a sus hijos
gracias y favores para consolarles y animarles en el camino fatigoso de la
vida.
La misión especial de María ha sido la de conducir a los bautizados a
Cristo Rey, haciendo florecer mártires y santos, que han sido testigos heroicos
del Evangelio de la vida, de la verdad, de la justicia y de la paz. La Madre María Inés Teresa del
Santísimo Sacramento es uno de estos testigos heroicos, que ha puesto todas sus
energías de la naturaleza y de la gracia al servicio del reino de Cristo, según
el lema: «Es urgente que Cristo reine».
La gran imagen de la beatificación muestra con gran sensibilidad
artística a Nuestra Señora de Guadalupe que, sonriendo, llena de rosas las
manos de la Madre María
Inés, significando las muchas gracias espirituales concedidas a ella para la
santificación propia y para la valiente empresa de la fundación de dos
congregaciones religiosas misioneras. De hecho, fue la dulce Morenita la que
transformó una monja de clausura en apóstola y misionera del Evangelio. Fue el
amor mariano guadalupano el que infundió en su corazón el ansia de llevar a
toda la humanidad a Cristo Eucaristía y su Corazón misericordioso.
2. La beatificación de hoy es otro don que el Santo Padre Benedicto
XVI, (dieciséis), hace a la
Iglesia y a todo el pueblo mexicano. Hace un mes el Papa
llegó a esta noble tierra y se sintió feliz de estar entre ustedes. Con esta
visita deseaba estrechar la mano a todos los mexicanos, de dentro y de fuera de
vuestra tierra, para apoyarles y agradecerles su fidelidad a la fe católica y
su amor a Cristo Rey y a la
Iglesia.
El Papa ama vuestra noble patria. A ella ha venido como peregrino para
alentarles a ser firmes en la esperanza. Los mexicanos son un pueblo fuerte, un
«pueblo que tiene valores y principios, que cree en la familia, en la libertad,
en la justicia, en la democracia y en el amor a los demás».[2]
Ustedes son un pueblo joven, acogedor, creativo, religioso, con una gran
historia de civilización. Ustedes merecen superar todas las dificultades para
vivir serenamente en la solidaridad y en la concordia. La visita del Santo
Padre ha sido una inyección de ánimo para un futuro de paz, de concordia y de
bienestar.
Parecen dirigidas a vuestra Iglesia y a vuestra nación las palabras
con las cuales, en la liturgia de la palabra de hoy, el profeta Isaías
glorifica a Jerusalén: «Levántate, llénate de luz, porque viene tu luz, la
gloria del Señor» (Is 60, 1-2).
La fe en Dios, la esperanza en su
providencia eficaz, la caridad ardiente son los rayos de aquel sol deslumbrante
que es el amor inmenso de Dios, que orienta las mentes y calienta los corazones
para cumplir el bien y no el mal, para caminar por la vía de la concordia y no
de la división.
3. La beatificación de la madre
María Inés Teresa del Santísimo Sacramento es también un reconocimiento de la Iglesia a una mujer, que
ha encarnado ejemplarmente las mejores cualidades humanas y espirituales de su
pueblo, dignificándolo con la heroicidad de sus virtudes y difundiendo el
perfume de la santidad, hecha de fe profunda, de esperanza firme, de caridad
inmensa.
¿Quién era la Madre María Inés Teresa del
Santísimo Sacramento (1904 – 1981)? Manuela de Jesús Arias Espinosa, que
después en la vida religiosa tomó el nombre de María Inés Teresa del Santísimo
Sacramento, fue una joven valiente. Para poder realizar su sueño de vida
consagrada, debió alejarse de México y emigrar a los Estados Unidos. En aquella
época, de hecho, se tenía el temor continuo de la persecución contra la Iglesia. En el país las
religiosas vivían en condiciones precarias y no aceptaban aspirantes a la vida
consagrada. Así, en 1929, Manuelita fue a Los Ángeles, California, y entró en
las Clarisas Sacramentarias del monasterio del Ave María, como monja de
clausura.
Se distinguió
enseguida por su carácter abierto, sencillo y sereno. Era generosa en el trabajo,
ferviente en la oración, humilde, sacrificada y siempre dispuesta a la ayuda. A
propósito de su humildad, los testigos del proceso cuentan un episodio, que
sucedió cuando las Clarisas habían regresado a México. Sor María Inés, como
sacristana, había adornado el altar de un modo que no gustó a la abadesa, la
cual le castigó severamente, obligándole a comer tres días en el suelo. La Beata aceptó la corrección
con serenidad y después abrazó a la abadesa y le pidió perdón.[3]
Esta actitud de humildad y de resignación le acompañó en toda su vida. En todo
caso la abadesa reconoció la actitud edificante de su joven hermana,
vislumbrando en ella madera de santa.
Más tarde, el
carácter abierto y dinámico, propio de la vida activa, impulsó a nuestra Beata
a desear un apostolado, que pudiera desempeñarse también fuera del monasterio,
en una auténtica misión evangelizadora, para difundir el mensaje de Cristo en
tierras lejanas. Este sueño se realizó en 1945 en Cuernavaca, con seis
religiosas provenientes del Ave María. Estas Misioneras clarisas del Smo.
Sacramento unían la vida contemplativa con la activa, bajo la protección de la Santísima Virgen
de Guadalupe. La nueva congregación floreció rápidamente con nuevas vocaciones
y fundaciones, no sólo en varias ciudades de México, sino también en Japón,
California, Texas, Costa Rica, Sierra Leona, Indonesia, además de en España,
Irlanda, Corea, Nigeria, Italia. Con un celo grandísimo la Madre María Inés, como
madre general, dirigía sus obras y sus hijas primero desde México y después
desde Roma, donde murió en olor de santidad en 1981 (mil novecientos ochenta y
uno).
4. El carisma vivido por Madre Inés y
transmitido a sus discípulas es el ansia misionera, realizada con la
catequesis, con el testimonio y sobre todo con una auténtica missio ad gentes. La Madre Inés
fue una misionera infatigable. En su vida emprendió 44 (cuarentay cuatro)
viajes, 19 (diecinueve) intercontinentales y 25 (veinticinco) internacionales,
que comprendían 92 (noventaydos) visitas a varios países. Acompañaba
personalmente a las hermanas que marchaban a tierras lejanas y desconocidas.
Con una fuerza extraordinaria ella misma hacía fatigosos viajes en tren, barco
y avión para poder socorrer a las propias hermanas misioneras.
De esta vocación nacieron, además de las
Misioneras Clarisas del Santísimo Sacramento, los Misioneros de Cristo para la Iglesia Universal.
A estas dos congregaciones se une el movimiento Van-Clar, formado por laicos
que tienen como fin vivir el santo Evangelio mediante la práctica de las
promesas bautismales en el propio ambiente familiar, profesional, social y
eclesial según el lema: «Vivir por Cristo».
Nadie duda de la gran actualidad de este
carisma misionero. Hoy, en América Latina y en toda la Iglesia , es urgente la
evangelización, no solo como primer anuncio a los que no conocen el Evangelio,
sino también como nueva propuesta de la palabra de Dios a los que la han
olvidado y descuidado y que llevan una existencia lejana de la verdad de la
palabra de Jesús y de los sacramentos salvíficos de la Iglesia.
En la liturgia de la palabra de hoy San Pablo
afirma: «Si proclamas con tus labios que “Jesús es el Señor”, y crees en tu
corazón que Dios lo ha resucitado de entre los muertos, te salvarás» (Rm 10,
10). Pero después el apóstol se pregunta: «¿Cómo creerán en uno del que no han
oído hablar? ¿Cómo oirán hablar sin nadie que lo anuncie? ¿Y cómo lo anunciarán
si no han sido enviados? Como está escrito: ¡Qué
bellos son los pies de los que llevan el alegre anuncio del bien!» (Rm 10,
14-15).
Ante una agresiva cultura anticristiana y un
vacío relativismo religioso, la
Iglesia latinoamericana reafirma la novedad del Evangelio,
que está bien enraizado en la historia de su pueblo. Más que en las
estructuras, los obispos insisten en las personas, en el testimonio de «hombres
y mujeres nuevos, que encarnen la tradición religiosa católica y la novedad del
Evangelio, como discípulos y misioneros de su reino, protagonistas de vida nueva
para América Latina».[5]
Los obispos exhortan a mirar el rostro de
Cristo, para que, iluminados por la luz del Resucitado, los bautizados puedan
contemplar el mundo y la historia de sus pueblos con ojos pascuales, reflejando
el gozo de ser discípulos de Cristo Rey, camino, verdad y vida (Jn 16, 4). De
hecho, es el Evangelio la buena noticia de la dignidad de cada persona humana,
de la preciosidad de la vida, del bien incalculable de la familia, del respeto
de la naturaleza, de la distribución justa de los bienes. Es hora, por tanto,
de volver a la escuela de Cristo, para aprender de él la lección de una vida
buena y feliz, también en esta tierra.
5. Y es un gran don de la divina Providencia la
celebración de hoy, que presenta la glorificación de una Consagrada
latinoamericana, que ha encarnado este proyecto misionero de los Obispos,
mediante su vocación a la santidad y a la misión.
La nueva Beata nos invita a todos, y en primer
lugar a sus Hijas espirituales, a volver a encender la llama de la misión, de
la missio ad gentes, de la llamada a
la conversión y al bautismo, que purifica el ser humano del pecado
revistiéndolo de la gracia divina. Las Misioneras Clarisas del Smo. Sacramento
deben ser las primeras en esta renovada obra de apostolado.
Pero esta expansión misionera debe brotar de un
corazón imbuido del amor de Jesús, que nos dice: «Permaneced en mi amor.
[...] Este es mi mandamiento: que se
amen los unos a los otros como yo les he amado [...]. Esto les mando: que se
amen los unos a los otros» (Jn 15, 9-17). La misión es expresión de amor a
Cristo y a la Iglesia.
El heroismo de su fe si manifestaba en una
esperanza que era confianza plena en la presencia providente de Dios. Su mirada
se dirigía al cielo y su corazón estaba anclado en el corazón sacratísimo de
Jesús, de quien provenía su energía y entusiasmo apostólico.
Su vida extraordinariamente virtuosa estuvo
adornada por una sonrisa perenne. En sus apuntes encontramos este propósito:
«Una sonrisa cuando se quiera manifestar molestia; sonreir siempre, incluso
cuando esta sonrisa nos duela más. No me cuesta mucho esto, pues desde el
inicio de mi vida espiritual, he trabajado mucho para conseguir este equilibrio
de carácter».[6]
La beatificación de hoy es la fiesta de la
santidad, pero también la fiesta de la alegría, porque los santos son la
sonrisa de Dios en nuestra tierra.
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